Los años de la posguerra fueron especialmente duros en la "España Incógnita". A la paupérrima economía de subsistencia dominante en la zona se añadían los postreros efectos colaterales de una guerra que, prácticamente, no ocasionó acciones bélicas en el valle durante los años que duró el conflicto. A Prado Maguillo se accedía por varias sendas procedentes de los cuatro puntos cardinales y cuando la primavera estaba bien avanzada y los caminos expeditos de nieve, comenzaban a acudir los recoveros con sus reatas de mulos para intercambiar o vender productos. Solían traer aceite, sal, azúcar, pucheros y otros artículos de primera necesidad que suponían un tesoro para los habitantes del valle.
Algunos de ellos (recoveros) eran habituales, muy conocidos en el lugar y periódicamente venían a negociar. La comunicación "interaldeas" estaba garantizada a través de gritos pues el sonido se desplaza bien por el valle y los vecinos estaban prevenidos de la llegada del comerciante.
Los mulos llegaban exhaustos a Prado Maguillo tras subir cargados y abrevaban en la fuente mientras su dueño trapicheaba con su mercancía. Era tal la necesidad que padecían los heroicos habitantes que, una vecina, a la que llamaremos X para preservar su identidad, ponía una esportilla de pleita justo debajo del culo de las bestias para recoger los excrementos que soltaban los mismos. Este material sería posteriormente usado como nutriente para los numerosos hortales.
Pero el progreso es imparable y en los años 50, la RENFE abrió la pista que sube desde la Venta de Rampias. Como es de suponer, la perplejidad de los vecinos a ver aparecer las máquinas fue mayúscula pues, algunos, no habían visto en su vida un vehículo a motor.
Tras la sorpresa inicial, la vida continuo más o menos igual hasta que un día uno de los recoveros habituales apareció con un flamante camión. Todos los vecinos acudieron de inmediato a comercial con el individuo y nuestra vecina X, como no podía ser de otra forma, se apresuró a ir con su esportilla a la cita. Ni corta ni perezosa, ubicó el receptáculo en la trasera del camión y se dispuso a esperar pacientemente la defecación del artefacto. Aquello fue una escena tan cómica como sonrojante para nuestra apesadumbrada X que se dejó llevar por la inercia de tantos años y no reparó en lo que estaba haciendo.
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